JUAN BUSTOSJuan Bustos -como muchos de su generación- se las vio de cerca con la muerte varias veces. Padeció la
Operación Cóndor (esa fantasía de represión continental que abrigó alguna vez
Manuel Contreras), estuvo exiliado (una experiencia que los antiguos consideraban apenas inferior a la de morir), y ejerció de abogado de derechos humanos (representó a deudos de muertos sin sepultura). Fue un jurista de nota (tradujo a Welzel, escribió tratados de derecho chileno y español, redactó monografías, formó discípulos, nunca abandonó a sus alumnos) y ejerció de político activo.
Juan Bustos hizo bien todas esas cosas, y al hacerlas estuvo siempre acompañado de una sonrisa modesta y veraz.
Si hay algún jurista chileno de genuina repercusión internacional -citado como autoridad, invocado en la literatura internacional, revisado una y otra vez a la hora de fallar, presente aquí y allá en notas a pie de página, amueblando la memoria de los estudiantes de derecho- ese es Juan Bustos. En Chile sobran los leguleyos, abundan los abogados, juristas hay pocos; juristas de excepción, apenas dos o tres.
Uno de ellos fue Juan Bustos.
Sin él, la doctrina acerca de la
amnistía y los derechos humanos -huérfana de reflexión- se habría deslizado con premura hacia las soluciones fáciles. Pero él -que sabía eso de Weber, según lo cual "en este mundo no se consigue nunca lo posible, si no se es capaz una y otra vez de perseguir lo imposible"- lo impidió usando las armas de la inteligencia y de la persuasión. Si Chile se ha mantenido alerta en esta materia -y se ha resistido a renunciar a la justicia, aunque esa renuncia venga disfrazada de ética de la responsabilidad- es gracias a personas como Juan Bustos.
Y es que él fue un jurista que supo que los rigores de la ciencia y de la reflexión no reñían con el compromiso ciudadano.
Durante su vida probó que los deberes del académico no son inconsistentes con el compromiso político, que es posible acuñar ideas y defender intereses, escribir reflexivamente y tener pasiones ideológicas, asumir convicciones firmes y ser capaz de dudar, reflexionar con rigor sin que eso sea un pretexto para abandonar la acción política; saber que las cosas son difíciles, pero sin que ello disminuya el empeño de conseguirlas; estar advertido que la realidad es indócil, pero mantener la determinación de triunfar.
En suma, Juan Bustos demostró que es posible ser -sin contradicción y de una sola vez- un intelectual imparcial y un ciudadano comprometido, un académico riguroso y un político activo.
En un país donde sobran los que creen que la imparcialidad intelectual obliga a ser neutral, la prudencia a suspender el juicio, el equilibrio a no decir nada, la cultura a pronunciar vaguedades, la reflexión a un si es no es permanente, la bondad a ser perdonavidas, la independencia a la indiferencia cívica, la amistad a cuidar las redes como hueso santo, y el prestigio a no quebrar ni un huevo, alguien como Juan Bustos es un ejemplo y es un regalo.
Con su muerte -están disparando cerca, dirán muchos- principia a abandonar la escena toda una generación. Esa que se dejó inflamar por los excesos ideológicos, que olvidó que las palabras a veces son armas cargadas, que sufrió los rigores de la derrota, que luego se curó de espanto y que, a regañadientes y todo, ha impulsado la modernización de nuestro país.
Juan Bustos perteneció, de alguna forma, a esa generación de
izquierda a la que los éxitos de estas dos décadas le saben a poco y a veces incomodan, pero a cuya consecución contribuyó de manera decisiva. Esa izquierda que ha sabido combinar el compromiso emocional que debemos al pasado, con los desafíos racionales del presente.
Esa izquierda que supo -no fue fácil aprenderlo- que en este mundo hay que escoger y que, al escoger, algo se pierde.